by Jesús Morales Serrano... Con la tecnología de Blogger.
domingo, 21 de abril de 2013

Sangre en la arena

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   Con frecuencia surgen de la actualidad de los medios, del barrio, la pandilla o el pueblo, temas espontáneos que acompasan nuestras tertulias, son del tipo: "han imputado a... se le puede ver con..." sobre los que, desde el criterio subjetivo, formamos la opinión que nos sirve a su vez de llave para acceder al debate. Sin embargo, éste no adopta siempre la misma estructura, y lo que a menudo se presentaba como materia sobrevenida y seguramente más amena, se transforma en ocasiones en temática general que hace poso entre la gente y que, aun sin quererlo, no deja de acompañarnos corroborando o aportando una visión de mayor alcance a nuestra postura original, ejemplos al uso son: la corrupción, el independentismo o la corona.

   Una de las mejores facetas que presenta un blog es la libertad que entraña. Yo modulo el contenido en cada entrada, os hago partícipes de lo que pienso y escribo y, posteriormente, os permito entrar a valorarlo, porque mi palabra no pone punto final al pensamiento que, exteriorizado o no, ha podido ser desencadenado. En esas cuestiones, entre las que a menudo me he embarrado hasta las mejillas sin mayor pretensión que escribir lo que pienso, hay una que, por la importancia que me merece, es sorprendente que haya sido olvidada en el tintero. 

   Aunque el debate parezca algo manido, el tema no deja de ser imprescindible si vives en este país, para mí lo es. Hablemos de tauromaquia. 

   En primer lugar, creo que es de justicia para el lector definir mi postura, de este modo, si prefiere no continuar leyendo puede dejarlo y seguir amparado por su nicho de conocimiento, prejuzgando el contenido de la parte narrada y no leída. Yo me defino taurino, amante de los toros, pero no en los términos de la acepción de la RAE que se inclina por secundar la fiesta, soy taurino porque a diferencia del torero y el aficionado, respeto la vida del toro.

   Hace poco escuché a Fernando Savater defender la tauromaquia, no es el único intelectual que lo hace, sin embargo de la amalgama de motivos que ofrecía (todos habían sido previamente escuchados) sólo puedo mantener uno: lo que hay de artístico en el espectáculo. Más allá de que pueda parecer grotesco, lo cierto es que el arte existe en tanto haya aparecido ante su creador y con indistinción de que su público pueda comprenderlo, no entiende de signos ni ideas preconcebidas, eso es lo que lo constituye como arte, en la originalidad está su razón de ser. Dejando sentado este punto de partida, cabe cuestionar la legitimidad de que goza una manifestación plástica de las características del toreo cuando se ponen en juego otros valores como la integridad del animal.

   Ciertamente no hay que ser jurista para comprender que el animal carece de derechos y obligaciones jurídicas, no es sujeto sometido a derecho, ello es una consecuencia lógica pues el único ser que dispone de plenas capacidades racionales para discernir qué es justo y qué no, es el hombre. Sin embargo, de la racionalidad del ser humano que ha sido estudiada a lo largo y ancho de la historia de la ciencia y la ética, cabe inferir un sentimiento de crueldad cuando de un espectáculo en que participan seres vivos e irracionales, indefensos en tanto no están sometidos a un destino previo e inherente a su naturaleza, como suele defenderse entre sus partidarios, pues la decisión de que el toro entre al ruedo no es del toro sino del hombre, consigue el culmen de la belleza, el arte y el placer en el derramamiento de su sangre sobre la arena, previa burla del animal y posterior festejo que, apagada su aura de fingida solemnidad en el pretendido jaleo de las masas, en el peor de los casos para el vencido concluye con su desmembración.

   Es complejo adentrarse en el debate del padecimiento del animal. No soy científico y por desgracia aún no dispongo del suficiente conocimiento en la materia para profundizar en lo que siente un ser vivo diferente al ser humano, y a veces ni siquiera estoy convencido de comprender a este último, pero más allá de la carencia emocional del animal (lo que nos conduciría a debates paralelos) parece que una exhibición de queja fruto del dolor requiera de un procedimiento intelectual que exceda a la neurología. Si un niño se cae al suelo llora, si un perro es golpeado ladra, incluso si la hoja de una planta, que no conoce de sistema nervioso, es recortada dejará ver su látex, la mecánica no es diferente con el toro, que se retuerce y se rinde al ser embestido. El ser humano que es capaz de percibir tal padecer y se deleita del espectáculo, cubre de sadismo su raciocinio.

   Por otra parte, suelen esgrimir sus defensores el arraigo aparejado a la que es ya una tradición y que incluso consigue del actual Gobierno el reconocimiento de bien de interés cultural. Probablemente esta manifestación no habría sido necesaria de no ser por el levantamiento en el Parlamento catalán de una ley de efectos adversos, que conllevaba la abolición del festejo en su territorio. Aquí entran en juego dos cuestiones: la primera es la concepción como fiesta consolidada en la sociedad porque han transcurrido el tiempo y la aceptación suficientes como para considerarla tradicional. Y en mi opinión es una soberana estupidez, imagínense la de barbarismos superados a lo largo de la historia que, aun aceptados por la sociedad de la época, hoy desde una visión más amplia y más culta del mundo han quedado denostados: desde la servidumbre al colonialismo, por su semejanza los combates de gladiadores, lapidaciones y quemas públicas o las torturas. Pero no sólo los males contra el hombre, también hoy se rechazan mayoritariamente la caza furtiva de especies protegidas, los incendios forestales provocados, la contaminación medioambiental o el maltrato animal. La segunda cuestión, la de la actuación del legislativo, probablemente no tenga ese trasfondo (pese a que los promotores de la ley catalana tenían espíritu ecologista)  lo cierto es que aquella ley se erigía (junto a la intención de retirar el inofensivo toro de Osborne) como señas de identidad y distinción del resto del estado, y la respuesta en España no fue mucho más inteligente pues desde el 91 no se celebraban corridas en Canarias y aquello no había levantado tales ampollas. Por otra parte, creo que es más lógico que sea el pueblo y no el gobernante, el que vaya decidiendo dar de lado a la fiesta, de lo contrario estaríamos ante un fraude democrático.

   Otro de los motivos fetén es el de la riqueza económica que genera el toreo, el ganadero que pone su esfuerzo en domesticar a estos animales para que salgan al ruedo, el empresario y el ayuntamiento que programan el cartel y el torero, que es ya de otra pasta, quien remata la faena (me olvido de rejoneadores, enfermeros, veterinarios, músicos y otros muchos). Si como vengo manteniendo la fiesta a costa del toro no es sólo cruel sino que además es irracional, parece comprensible que los recursos económicos que apareje devengan superfluos. El hecho de que en muchos países se viva activamente del tráfico de drogas o la trata de blancas no convierte, por mucha que sea la riqueza que puedan obtener sus promotores y gobiernos, a estas prácticas en tolerables socialmente. Desde luego, en los tiempos de crisis que corren la integridad del negociante y el negocio se han relativizado, y ya a nadie importa que Madrid se vaya a convertir en el hogar del juego de Europa o que vayamos a modificar la legislación antitabaco porque prometen (no hemos visto nada) un puñado de miles de empleos y de euros. Esperemos que al menos, esta vez sí, vayan a parar a las arcas públicas.

   Y aun cuando rechacemos mayoritariamente según que prácticas, lo cierto es que no existe, afortunadamente, una uniformidad de la moral. Sin embargo, no puede dejar de parecerme paradójico que en un país que, también por tradición, es mayoritariamente cristiano y católico, se vea con buenos ojos este tipo de torturas. Las palabras de Cristo son un bálsamo para millones de personas que encuentran en las suyas un mensaje de amor, ojeando la Biblia (no entro ya en el debate creacionista) Dios creó el mundo y la naturaleza que aflora en él, es por tanto, el toro una manifestación más de la obra divina, con lo que la consecuencia lógica es que reside en todo animal una parte de Dios, aun cuando no esté hecho a su imagen y semejanza. Cuando el toro es burlado, agredido y matado también lo está siendo la parte sagrada que cohabita en él, en otras palabras, se está burlando, agrediendo y matando a Dios. Y si el hombre está hecho a su imagen y semejanza ¿por qué iba el Señor a destruir su propia obra, no sería tanto como destruirse a sí mismo? Si estoy en lo cierto, los católicos que acuden al festejo pueden encontrarse en una situación desagradable, pues sólo hay algo peor que ser incongruente, ser ignorante.


Blood & Sand |Nimes| de Loran.

   La última cuestión es de punto y aparte... para mí la más delicada, es la del contraste con el veganismo. De un tiempo a esta parte el florecimiento de nuevas inquietudes, probablemente relacionadas con las sociedades del desarrollo, ha condicionado la forma de entender la vida de los sujetos que las poseen. Frente a la adopción moral de los protectores de los animales (en abstracto ecologistas) por rechazar tratos vejatorios a otros seres vivos y a la naturaleza en su conjunto, encontramos a los vegetarianos, quienes nutricionalmente y dejando a un lado convicciones, prescinden de incluir en su dieta productos derivados de la carne (graduado entre los que consumen productos de animal vivo, como el huevo y la leche, y los que no) y en el último eslabón de la cadena se sitúa el vegano cuya visión trasciende a una filosofía de vida, no sólo no come carne ni productos derivados, tampoco consiente el trato vejatorio, ni cualquier otra forma de explotación animal (lo que incluye la utilización de tejidos como la lana). El problema es de legitimidad y surge del contraste ¿Cómo puede el ecologista no vegano participar del debate de la tauromaquia cuando consume carne animal, si no lo hace amparado en su propia supervivencia? En la pregunta está la respuesta, y es que mientras la ingesta de carne constituye una fuente proteínica imprescindible para el desarrollo del ser humano, participar de la tauromaquia difícilmente cumple una necesidad básica de las descritas en la clásica Pirámide de Maslow o en su caso (profesión) sería tenida por fácilmente reemplazable. Desde luego no puedo ignorar una implicación subyacente en mi teoría y es que en este ciclo alimenticio superponemos el valor de la vida del hombre a la del animal, tal debate sencillamente trasciende al del toreo. 


(...)

   Hace ya once años, corría el verano de 2002 y yo con mis diez otoños escuchaba a la también joven Eva Amaral cantando Toda la noche en la calle, era un sencillo fresco dentro de uno de los mejores discos del grupo Estrella de Mar, indispensable para los historiadores del pop-rock en España. En una de sus estrofas dejaba caer un hilo fino de tristeza mezclado con la inmensa ansia de liberación que recorre la canción cuando empatiza con la temida bestia a su llegada a la plaza. Años más tarde, en 2008, el grupo firmaba Es sólo una canción, pasajera y reivindicativa, sirve al grupo de vía de escape y opinión, puede que como esta entrada, para el genial Gato NegroDragón Rojo. Con este tema, contemporáneo a la protesta como género, no olvida la angustia que le causan las huellas de la sangre derramada. Si en 2014 el grupo vuelve a sacar disco y hace referencia en clave de rechazo al toreo, además de cumplir un lapso temporal diabólico, pondría de relieve que el transcurrir del tiempo se viene limitando a exhibir una realidad inmutable pero que, al menos como poso de nuestra sociedad, sirve de fuente de debate.


"No sé qué pinto yo aquí, dijo un torito en la arena, si sólo quiero vivir"


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