by Jesús Morales Serrano... Con la tecnología de Blogger.
sábado, 26 de julio de 2014

Tiempos modernos, viejas respuestas.

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Por Oriente corrieron raudas las voces que anunciaban la abdicación de Juan Carlos en su hijo Felipe. Meses antes, frente al palacio que había de ver la tranquila marcha de un monarca y la llegada de otro, paseaba yo, invariablemente, en mañanas frías de abrigo largo y turista ensimismado, en el camino que me llevaba a las prácticas en el Tribunal Económico Administrativo de la ciudad. No sospechaba mientras observaba en silencio el edificio más majestuoso de nuestra historia monárquica (obviando El Escorial) el evento que estaba por llegar; si entonces hubiera caído en mis manos el titular de los diarios del diecinueve de julio hubiera conjeturado la muerte del Rey. 

Siempre he sido fan de aquello de "El rey ha muerto, viva el rey" porque en sólo siete palabras se explica mucho mejor el sentido de la Monarquía que con una infumable cadena de argumentos. La Corona es un producto histórico que pelea por sobrevivir. Y el Rey Felipe es el mejor ejemplo.

El nuevo monarca, a diferencia de su predecesor, no necesita cuidar su cercanía, es cercano, tampoco enumerar sus éxitos profesionales, está bien formado, y desde luego no se refugia en la campechanía ni el protocolo porque es educado. Sin embargo, Felipe posee un aval constitucional mucho más amortizado que el de su padre por cuanto la soberanía popular es mutable.

Yo no creo, como defendió el grupo de Cayo Lara, que cupiera refrendar la proclamación. Lo cierto es que nos hemos dado un marco jurídico con pocos atajos y escaso margen de democracia directa, se escucha poco a la gente que muy a menudo no pone interés en ser escuchada. Cosa distinta hubiera sido preguntar al pueblo su forma de Estado preferida en el contexto de un debate constitucional, del que ahora se habla tanto, comprometiéndose los grupos parlamentarios a acatar la opción mayoritaria. Eso sería en mi opinión lo más respetuoso con el pueblo, con las Constituciones derogada y promulgada y daría un nuevo sentido a la jefatura del Estado, hoy poco más que simbólica.

En su simbolismo descansó también la crítica por la falta de ejemplaridad de los miembros de la Familia comenzando por el Rey emérito. Como éste es debate rodado y porque además considero que cada persona es responsable exclusiva por sus actos y no por los de su hermana, padre, cuñado o vecina, me limito a acuñar una reflexión: se equivoca Rajoy y se vuelve a equivocar Gallardón, esta vez con la fiscalía, tratando de hacer la defensa de la exinfanta para salvar la imagen de la Corona. En términos estratégicos (vaya por delante que no prejuzgo culpabilidades) nada mejor podría pasar al reinado de Felipe VI que el que su hermana lo viera desde la cárcel. La sociedad entendería que con él la división de poderes y la independencia del judicial no son una quimera.

(...)

 La fiesta de su cortejo fue objeto de un consenso oficial y hasta cierto punto artificial en que todo quedó medido al dedillo, respondieron los grandes partidos y medios de sensibilidades diversas, dejando poco a la imaginación y al debate; ni tan siquiera la improvisada aparición de líderes internacionales estaba permitida en una jornada de Corpus en que todo debía emular la idea de la mar en calma. La brisa monárquica es extraña al más demócrata; aparcando la absurda idea de que la República es una institución reservada a la izquierda perderíamos el tiempo discutiendo que la elección por naturaleza y apellido obedece a la voluntad ciega del pueblo. 

La cuestión se resuelve de un modo mucho más pragmático y funcional que estético y teóricamente democrático, la monarquía que sucedió a la Constitución del 78 satisfizo un objetivo de manera notable: el de la convivencia pacífica. En este sentido, la privación de la jefatura del Estado ha sido y es un regalo asumible a quien debía apoyarla: el ejército que sustentaba al régimen y que ayer lanzaba salvas en honor al rey saliente y al proclamado.

El ornato, la fiesta, el vestido, la manifestación y todo lo demás es sencillamente circunstancial.



Palacio Real de Madrid.

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