by Jesús Morales Serrano... Con la tecnología de Blogger.
sábado, 7 de enero de 2012

Cambio de andén.

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   En la vida y desde niños, tenemos que aprender a perder... Es algo complicado, al menos para mí lo ha sido, lo es e imagino lo será siempre. Pero claro, hay derrotas y derrotas. Cuando eres pequeño, una batalla perdida jugando al parchís o la oca resulta indignante, pero ese tipo de combates fallidos son fácilmente superables e incluso los disfrutamos con los años. Después llegan los fracasos en lo deportivo o lo académico que agreden de un modo más intenso el amor propio y a menudo nos enseñan a desarrollar una capa de falsa alegría, como un bálsamo con el que aliviar y esconder el sufrimiento interno. Quiero pensar en las actrices nominadas en las grandes ceremonias del Cine, como los Oscar, aparentando tranquilidad y bien estar cuando el galardón pasa a manos de otra mujer que, como ella, ha pasado horas en maquillaje y vestuario; eso sí, sólo una podrá lucirlo ante el mundo, mientras la primera habrá de permanecer toda la noche sentada y, probablemente, mostrando una sonrisa dolorosa y agotadora.

   El verdadero dolor, sin embargo, no viene envuelto por un mal partido, una mala nota, o un premio que cae en mano ajena. El auténtico llega cuando se desvanece la relación entre dos personas que antes se querían, que se reían al mirarse y se hablaban con entusiasmo.

   Buceando en nuestro rico folclore, y pese a mi escaso conocimiento en el mundo flamenco, me encuentro con una gran estrofa de Los del Río bastante popular. Algo se muere en el alma, cuando un amigo se va. Tan cierto. La agonía del cariño perecedero es uno de los mayores pesares que puede experimentar el alma humana en su vida, la del ser humano que ama.

   Hoy no soy el protagonista de la historia que os traigo, pero sí un perjudicado. Os confieso, algo que venía visualizando a meses vista, la ruptura de una amistad (si es que eso es posible) de dos personas a las que quiero mucho. 

   Dos mujeres bien diferentes, pero ambas críticas, inteligentes y extraordinariamente dulces. Con todo, parece ser que en los últimos días, meses o años, no han sido capaces sino de ver lo que echaban en falta de la otra, lo que les disgustaba y hacían de menos. Comentarios desafortunados y reacciones incomprendidas rompen y rasgan un sentimiento ya herido, ya no se ríen al mirarse, ni se hablan en su intimidad. La vela de su amistad se consume, y la estación de tren en que solían recogerse juntas está llena de gente extraña y de ruido estridente y molesto... a sus ojos vacía.

   Si algo me duele, amigos lectores, es que creo no haber estado a la altura. En primera línea de observación y mucho antes de que la tormenta se desatase, me veo incapaz de desgranar un puzle de tal complejidad, la situación me supera y agobia, y el silencio me hiere. Me reprocho muchas cosas, pero la falta de naturalidad con que abordo la situación y dejar crecer una bola hecha de un montón de naderías, una bola que hoy nos asfixia, es una que no podré perdonarme en algún tiempo.

   Sólo queda dejar correr el tiempo, y ver abrirse dos caminos bifurcados. Mi esperanza es su respeto mutuo y el recuerdo de un cariño. Un cariño no extinto mientras conviva consigo. 

 Estación de Atocha. Madrid.
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